Anya Taylor-Joy, la ‘influencer’ que nunca quiso serlo
Anya Taylor-Joy lleva cristales en el bolso. Cristales y piedras que en teoría le proporcionan energía, buenas vibraciones, paz mental. También lleva cuadernos, libros y crema solar. Un kit de supervivencia que poco o nada tiene que ver con el de la mayoría de la población. De hecho, Anya Taylor-Joy poco o nada tiene que ver con la mayoría de la población. Basta observar su rostro con ojos de cervatillo asentados en las sienes, sus finísimos labios y esa melena rubio platino que se bambolea sobre su cintura para constatar que nada de lo que hace o dice, y nada de lo que es puede compararse con algo conocido o familiar. Única en su especie, la actriz que encumbró al ahora cineasta de culto Robert Eggers es una exótica ave de paso por Hollywod –no parece tener intención de quedarse– que ha resucitado lo que parecía muerto: una alfombra roja triste, sosa, previsible, aburrida. Entre momentos de moda tan perfectos como olvidables de Margot Robbie o Jessica Chastain, ella propone lo que nadie espera, se viste de Dior con toneladas de personalidad y recupera una cierta extrañeza, una melancolía que este espacio había desterrado por miedo al meme, el tuit y el gif.
Anya Taylor-Joy es el último unicornio que la industria del cine ha de conservar, una rara avis. Y mientras Miércoles Addams –hasta la llegada de Netflix y Tim Burton, personaje underground por excelencia– se pierde entre las masas y se hace consumible, esta joven argentina aspecto “burtoniano” aumenta su rareza y se aleja de los grandes títulos, o en todo caso, combina estas últimos con cintas independientes. Su armario opera bajo el mismo mantra: se niega a convertirse en uno más para preservar su esencia. A veces sofisticada, a veces rubia, a veces castaña, pero siempre con esos cristales en el bolso por lo que pudiera pasar. El tarot es sagrado, tal y como dice Alejandro Jodorowsky, y Anya Taylor-Joy podría ser una carta.